Ser mujer no debería doler
El dolor es parte de la vida. Es un mensajero: cuando lo sentimos hay que explorar qué está pasando y qué necesitamos para estar mejor. No se trata simplemente de evitar el dolor, a veces es imposible. E incluso, si se pudiera evitar, hacerlo podría ser peligroso, pues el dolor nos puede estar alertando de un peligro.
Sin embargo, en la vida sexual de las mujeres el dolor ya no parece llevar a una pregunta por su mensaje y una búsqueda para estar mejor, muchas veces se asume que es normal. Se convierte incluso en algo identitario. Ser mujer parece ser habitar un cuerpo que duele. Nos dicen que es normal que haya menstruaciones dolorosas. Que la “primera vez” duele. Que el parto y la cesárea duelen. Que a veces las relaciones sexuales, que deberían ser experiencias de placer, duelen. Estos dolores ya no convocan atención y cuidados.
Se asume que estos son dolores que ocurren simplemente porque el cuerpo femenino a veces duele. Se olvidan todas las relaciones de esos dolores con el contexto físico, afectivo, mental, socioambiental…
Las menstruaciones dolorosas pueden ser comunes, pero no son normales. Cuando hay dolor en la menstruación, o cualquier otro síntoma a lo largo del ciclo, hay que preguntarnos: ¿cómo son nuestras ovulaciones (porque la calidad de la ovulación es clave para las menstruaciones sin dolor)?, ¿cómo están nuestras necesidades básicas (pues la parte del cerebro que coordina el ciclo ovulatorio-menstrual se encarga también de funciones de supervivencia)?, ¿cómo están nuestros niveles de estrés?, ¿cómo está nuestra respuesta inmune?, ¿hay inflamación (pensando el cuerpo integralmente, por ejemplo, resistencia a la insulina)?, ¿cómo está nuestra tiroides (la función tiroidea está estrechamente relaciona con el ciclo ovulatorio-menstrual)?, ¿hay alguna condición de salud que pudiera estar relacionada con el dolor (por ejemplo, endometriosis)?
La idea de que la “primera vez” y que, a veces, las relaciones sexuales duelen es una idea que refleja el desprecio que esta cultura tiene por las mujeres, su bienestar y su placer. Hay mucho que desenredar sobre este punto.
Podríamos partir preguntándonos por la forma en que nombramos la actividad sexual. ¿A qué actividad nos referimos cuando decimos “relaciones sexuales”? ¿es una actividad que reconoce la importancia del clítoris?, ¿o es una actividad que se centra exclusivamente en el placer masculino? La cultura falocéntrica y coitocentrista (que es diferente a la decisión desde el deseo de tener relaciones con un hombre y que estas incluyan a su pene y la penetración) tiene todo que ver con la normalización del dolor, la brecha del placer y el orgasmo y la cultura de la violación.
También podríamos preguntarnos cómo ha sido la historia de nuestro placer en una cultura donde:
decimos “vagina” en vez de “vulva”
en los materiales educativos el clítoris se muestra ausente o incompleto
el autoerotismo se enfrenta a discursos que generan temor o vergüenza
lo que escuchamos hablar de nuestros órganos sexuales como algo desagradable, sucio o tan delicado que siempre está en riesgo
llevamos la carga anticonceptiva y los efectos adversos (entre los cuáles puede ocurrir la falta de libido)
estamos sofocadas entre los trabajos remunerados, domésticos y de cuidados, así como la carga mental
se asume le “debemos” placer a nuestra pareja
se considera que la autonomía corporal se pierde en un embarazo, como si ya no fuéramos personas, sino incubadoras para el bebé
el deseo y el consentimiento entusiástico se olvidan con pretextos como “ya pasó la cuarentena, entonces ya toca”,
si hay dolor lo que nos mandan son lubricantes y anestésicos por que la cuestión es la penetración ante todo y no nuestro placer
El placer no es un extra, no es un adorno. Es central. Nos protege del dolor y del daño. Se siente bien y nos hace bien. Pero, ¿cómo vamos a tener una relación sana y asertiva con nuestro placer en medio de tanta violencia?
Incluso, pensando en el parto o la cesárea donde el dolor es parte de la experiencia, no podríamos decir que es evidente que lo que mejor describe la experiencia es el dolor. Aquí también habría que hacernos preguntas:
¿Cómo son las referencias culturales que tenemos respecto a la experiencia de un parto o una cesárea? ¿Qué pasa cuándo las referencias que tenemos son las de la televisión comercial que lo representa como una emergencia con gritos, demasiadas personas, ruido, luces, protagonismo del personal médico…? ¿Qué pasaría si las referencias dominantes fueran las de partos o cesáreas respetadas dónde se promueve un espacio seguro, cálido, íntimo, dónde la mujer y su bebé están en el centro, dónde ella mantiene su autonomía y las personas a su alrededor la sostienen?
¿Hubo una preparación al parto o la cesárea que aportara recursos para transitar el dolor?
¿Las decisiones respecto a la gestión del dolor (por ejemplo, parto en agua, epidural, etc) se hacen desde la información y la libertad, o hay obstáculos como falta de información, culpabilización, etc?
¿Hubo factores que se agregaron? Por ejemplo, miedo, estrés, intervenciones innecesarias, violencia gineco-obstétrica…
¿Qué otras sensaciones y emociones acompañaron a ese dolor?
¿Qué cuidados pueden aportar los otros (pareja, personal médico, red afectiva…) ante el dolor?
Queda mucho que desenredar de este tema, pero deseo que el dolor vuelva a ser un mensajero que nos lleve a preguntarnos por los cuidados y el placer. Que el dolor nunca se convierta en una cuestión identitaria. Que las mujeres podamos descubrir y construir vidas de placer y bienestar.